Santísima Trinidad


La solemnidad de la Santísima Trinidad es una provocación a nuestra fe, para que redescubramos cada día con asombro y gratitud el “nombre” de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aquel misterioso nombre que se le reveló oscuramente a Moisés en el monte y que en la plenitud de los tiempos se ha manifestado en Jesucristo: “Dios es amor” (1 Jn, 4,8). La Trinidad es amor. Su mismo ser y su actividad más específica es el amor. Amor gratuito y sin límites, amor en expansión que nos recrea, nos perdona y nos comunica la misma vida divina. “Dios nos ha manifestado el amor que nos tiene enviando a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados” (1 Jn 4,9-10). Dios es amor y la única respuesta válida de parte nuestra es el amor. Sólo en el amor, en la donación sin límites y en el perdón generoso se manifiesta nuestra experiencia de Dios. El lenguaje sobre Dios se vuelve inteligible solamente cuando nos conduce a la comunión y a la participación. Nuestra fe en la Trinidad encuentra su expresión más perfecta solamente en el amor: “Amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Jn 4,7).
Un texto de Isabel de la Trinidad, Beata carmelita:
“Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme enteramente para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me hagas penetrar más en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que no te deje allí jamás solo, sino que esté allí toda entera, completamente despierta en mi fe, en adoración total, completamente entregada a tu acción creadora.
¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para tu Corazón; quisiera cubrirte de gloria, amarte... hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia y te pido te dignes “revestirme de Ti mismo” (Gal 3,27), identifica mi alma con todos los movimientos de la tuya, sumérgeme, invádeme, sustitúyeme, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador. ¡Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios!, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme dócil a tus enseñanzas, para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero mirarte siempre y permanecer bajo tu gran luz. ¡Oh, Astro amado!, fascíname para que no pueda ya salir de tu irradiación.
¡Oh, fuego consumidor, Espíritu de Amor, “desciende a mí” (Lc. 1,35) para que se haga en mi alma como una encarnación del Verbo! Que yo sea para Él una humanidad complementaria en la que renueve todo su Misterio. Y Tú, ¡oh, Padre Eterno!, inclínate hacia vuestra pequeña criatura, “cúbrela con tu sombra” (Mt 17,5), no veas en ella más que al “Amado en quien Tú has puesto todas tus complacencias” (Mt 17,5).
¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventurada Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo!, yo me entrego a Ti como una presa. Enciérrate en mí para que yo me encierre en Ti, mientras espero ir a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas".


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