El don de la Oración

  Como Pequeñas Hermanas Misioneras de la Caridad, estamos llamadas por Don Orione a vivir nuestra consagración a Dios en la entrega a los hermanos más necesitados, pero urgidas también por él a “llevar en nosotras y bien dentro de nosotras, el tesoro de la caridad que es Dios”. Y ¿cómo podremos cumplir siempre con esta misión de ser portadoras de Dios?: orando, para que Él pueda manifestarse en nosotras y a través de nosotras. Por eso quisiera reflexionar acerca de la oración, de lo que es, de los efectos del orar, de los beneficios que obtenemos de ella , pero también de lo que Dios quiere de nosotras a través de ella, porque Él también busca anhelante el encuentro con su criatura.
  La oración es un remanso de paz, pero la paz de la oración es una paz dada, no conquistada. Es una experiencia de plenitud en el ser, que anuncia otra plenitud en camino. El que ora avanza siempre a merced de la gracia, de lo nuevo, de lo indomesticable, y avanza porque, tal vez, pretende hallar más y más. Y aunque, a veces, obtenga unas “migajas”, sabe que lo poco de Dios siempre es mucho para la persona, hambrienta de infinito, sedienta de Dios. Este “poco de Dios” muchas veces le basta, la plenifica, la llena.
   Sentirse llena de Dios consiste, al mismo tiempo, en sentirse completamente vacía de sí misma, para que Él sea todo en mí. Porque orar es tomar conciencia de mi nada ante quien lo es todo. Es disponerme a que Él me llene, me fecunde hasta ser una sola cosa con Él.
   Vacío es pobreza, pero pobreza asumida y ofrecida en la alegría. Cuanto menos sea yo desde mí misma, más seré yo misma desde Él y para los demás. Donde no hay pobreza no hay oración porque se está llena de sí misma y Dios no tiene lugar allí.
   En cambio, cuando nos llenamos de Dios también nos hacemos más humanas, porque lo más humano (y humanizador) que yo tengo, es el amor con que Dios me ama. Dios me enseña a ser humano/a al amarme y al enseñarme a amar al modo divino.
   Orar es dejar a Dios decirme que me ama y permitirle tomar parte de mi propia pequeña humanidad.
   Orar es llegar a ser en el tiempo la que soy en la mente de Dios desde el principio.
   La persona no puede nada sin Dios; Dios no quiere nada sin nosotros, que es lo mismo que decir: “yo no puedo nada sin Dios y Él no quiere nada sin mí”. Dios es el absolutamente otro, el innombrable, es el que nos acoge y nos envuelve en su misterio de amor. Pero no es un Dios lejano, ya que está más cerca de nosotros que nosotros mismos. Y ésta es, precisamente, la eficacia de la oración: cuando nada sé o creo saber acerca de Dios, Dios mismo comienza a decirse dentro de mí. Por lo tanto, conocer a Dios es dejarme conocer por Él.
  Como mujer orante estoy llamada a ser transparencia de Dios para mis hermanos y hermanas. Como mujer orante estoy llamada a contemplar y a tener un corazón puro.
  Contemplar es llevar a todas partes, en la propia mirada, la mirada de Dios y tener un corazón puro es estar en condiciones de reflejar la cegadora claridad del Sol Divino. Los limpios de corazón no sólo ven a Dios, dejan ver a Dios.
   Siendo orante, siendo testigo silenciosa de la obra del Espíritu en mí, es como mejor podré ayudar a los demás a alcanzar sus propias metas.
   El secreto está en descubrirme amada por el Señor, es descubrir su amor en mí, es descubrirlo a Él amando en mí. Es realmente grande el misterio que veneramos (1 Tim. 3,16).

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